jueves, 9 de septiembre de 2010

Mañana estival


Los altos y verdes chopos se alzaban imponentes aquella mañana de verano protegiendo con su sombra el débil riachuelo de los agresivos rayos solares. Hacía ya varias horas que el Sol caía incipientemente sobre los ya cosechados campos de trigo y abrasaba el ambiente. La estrecha carretera que llevaba al pueblo más cercano atravesando el río, cortaba el paisaje dejando a su izquierda los graneros y a la derecha el antiguo molino.
Un viejo tractor tirando de una pequeña empacadora rompía el silencio matinal. Metros detrás, otro con un remolque, seguido de un hombre que recogía y cargaba las alpacas, centraba mi atención.
Un maullido detuvo mi ensoñación, mi gato, un adorable felino de rayas negras y grises, se había posado de un salto en el alféizar de la ventana. Lo cogí en brazos y corrí la cortina para evitar que el Sol se colara en la habitación.
Bajé las escaleras, salí al corral y solté al gato. El perro me observaba atentamente mirando de reojo su caldero de comida vacío. Lo llené y puse otro con agua fresca bajo la sombra de la higuera.
Abrí la puerta que daba a la calle y, como cada día, dejé a mis amados animales en libertad hasta el anochecer.

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